España, como estado-nación, tiene poco más de 300 años

Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, los Reyes Católicos, eran jóvenes, guapos y primos carnales. Se casaron y se enredaron en una operación política que revolucionó el mundo mundial de aquellos tiempos. Acabarían culminando la interminable reconquista cristiana, descubriendo América y colocando al imperio hispánico como hegemónica potencia europea y mundial hacia finales del siglo XV, un dominio que duró casi siglo y medio. Sin embargo, no lograrían la integración política y territorial de una España que continuó dividida en distintos reinos, a su rollo y a la greña por mucho tiempo más.

Tras boda de traca, Isabel continuó siendo reina de Castilla y Fernando monarca del reino de Aragón, y se pusieron a guerrear contra los nobles castellanos y demás, demoliendo castillos e intentando meterlos en vereda de pagar impuestos y tal. Mientras, en el reino de Aragón, donde los privilegios medievales, fueros y demás, tenían mucho arraigo, aragoneses, catalanes, valencianos y mallorquines convivían complicadamente. Así que, la cosa quedó más bien en un equilibrio de poderes por mutuo interés, pero de estado unificado y centralizado, nada de nada.

Cuando los Trastámara, la familia de Isabel y Fernando, fue relevada en el trono español por los Habsburgo, estos últimos se pusieron más en serio con lo del centralismo y la unidad, pero tan enredados andaban con las guerras europeas y dilapidando el oro y la plata americana, que el proceso de integración territorial y político no se culminaría hasta 250 años después, con Felipe V, con quién se puede decir que nació España como estado-nación. Pero, vayamos por partes, como Jack el destripador.

Para financiar las movidas de guerra, que no fueron pocas y requerían pasta gansa, se inventaron el tribunal del Santo Oficio, conocido también como Inquisición, cuyo primer objetivo fueron los judíos, colectivo adinerado que trabajaban de administradores, recaudadores de impuestos, comerciantes de altos vuelos, banqueros, prestamistas y otros asuntos de alta rentabilidad. Primero los cosieron a impuestos, después aplicaron la norma de  “judío eliminado o expulsado, bienes confiscados”. El inventó llenó las arcas reales y las de la santa madre Iglesia, pero se acabaron los judíos y, entonces, apuntaron a herejes, sodomitas, brujas, blasfemos y gente de mal vivir que no comulgaba con el real y santo poder.

Esta negra historia, de persecuciones, hogueras y torturas se prolongó hasta bien avanzado el S. XIX, mucho más que en el resto de Europa. El clima social se impregnó de sospechas, miedo, calumnias, denuncias y ajustes de cuentas o envidias varias que culminaban ante el Santo Oficio. Una ruina moral marcada por aquel carácter y manera castellana de resolver los conflictos de convivencia y proyectada hacia esa pretendida España territorial y políticamente unificada.

En medio de aquel “fregao” apareció Colón, que tras intentarlo en varios países, logró convencer  a la joven y católica pareja para obtener el apoyo económico para montar la expedición que acabó encontrándose América en 1492. Acontecimiento de máxima importancia mundial y especialmente enriquecedor para las reales arcas que financió no pocas trifulcas y aventuras, en el viejo continente y en el mundo mundial, para poner a los castellanos y aragoneses, que no a los españoles, de protagonistas globales y en el centro del follón.

En el reino de Aragón, Cataluña mantenía, en el Mediterráneo Occidental, una fuerte presencia militar y comercial dominando Cerdeña, Sicilia y el sur italiano. Pero Francia, andaba con la caña y propuso disputa por el reino de Nápoles. Fernando mandó para allá al Gran Capitán, Gonzalo Fernández de Córdoba, que puso a los gabachos en su sitio repartiendo de lo lindo en varias y celebradas batallas, con la potente y temida infantería española curtida en mil batallas contra los árabes, hay que decir.

En la península, el ejército real andaba entretenido con la reconquista del reino de Granada, donde se concentraban las últimas fuerzas musulmanas de lo que había sido la vieja y grande Al-Ándalus. El reino “moro” se había mantenido hábilmente al margen pagando tributos a Castilla, pero la cosa empezó a cambiar y, con la excusa de rescatar a los cristianos que allí vivían cautivos y que tardaban en pagar impuestos y tal, se pusieron a recuperar para la causa el rico territorio.

La guerra fue larga, pero a las oleadas militares de los tercios españoles, se sumó la guerra civil entre los árabes hasta que, finalmente, Boabdil acabó entregando las llaves del reino a los cristianos ejércitos en el mismo año que Colón se topaba con América, 1492, año en el que también se expulsó oficialmente a los judíos. Punto final a ocho siglos de presencia islámica en la península, aunque quedase un pequeño grupo que no quiso convertirse y al que se permitió refugiarse en las Alpujarras, con su religión, costumbres y tal. Claro que, con la Inquisición al frente, la cortesía duro poco y en unos años no quedó moro ni mezquita que no fuesen conveniente y católicamente reconvertidos.

El siglo XVI empezaba con un imperio hispánico fuerte, pero a la vieja y real usanza, estableciendo una alianza con Portugal para poner la capital en Lisboa y convertirse en la más grande potencia marítima de aquel recién ampliado mundo. Sin embargo, de puertas adentro los católicos reyes seguían intentando someter a los nobles rebeldes que no pagaban impuestos y a los subversivos burgueses que blandían fueros y antiguos privilegios en la periferia, con el palo o con la zanahoria de comprar voluntades con parte del botín que iba usurpando, barco a barco, de las Américas.

A la tercera hija de Fernando e Isabel, Juana, la casaron con Felipe “el Hermoso” y de Austria para más reales señas. Como el príncipe heredero, Juan, había palmado joven, ambos se coronaron reyes a la muerte de los ídem católicos. “El Hermoso”, bastante torpe como gobernante, murió pronto y dejó aliviada a la Corte y a la muy enamorada Juana, sola con su locura. Sin embargo, el hijo de ambos salió listo y buen gobernante, del trono hispano por parte de madre y del Imperio alemán por parte de padre, siendo coronado para la Historia como Carlos I de España y V de Alemania.

Carlitos no empezó muy bien, inexperto, desconocedor de las leyes y costumbres de la tierra, educado en Flandes y sin hablar ni una palabra de castellano, se rodeó de amigotes extranjeros y se topó con la sublevación de Castilla, en la guerra comunera. Se sumó luego el reino de Valencia, con la rebelión popular de las germanías. Pintaban bastos, pero el tipo, listo como era, enderezó rápido el entuerto metiendo a la nobleza castellana en el reparto de poder y gloria al tiempo que se olvidaba de los discordes reinos periféricos de lenguas y costumbres distintas. La lengua castellana, mal llamada española en la afueras, se dogmatizó como lengua del imperio, aunque tampoco era castellana propiamente pues era originaria de la Rioja y se hablaba también en los antiguos reinos de León y Aragón.

Sea como sea, con las Américas aportando plata a pleno rendimiento, media Italia, el Mediterráneo occidental y las colonias conquistadas en el norte de África, el enorme imperio hispánico se completaba en Europa con Alemania, Austria, los Países Bajos, Suiza y buena parte de Francia y de Checoslovaquia, apuntando además al Pacífico donde, su poderío náutico, prometía nuevas adquisiciones de tierras y onerosos saqueos.

Como contrapunto al enorme éxito en el extranjero la unificación política de España seguía quedado en “tareas pendientes”. Enredados en múltiples peleas, contra los piratas que se empeñaban en atracar barcos, en batallas contra los italianos, los franceses o los holandeses, les sobraba tiempo y recursos para guerrear también contra los turcos, que entonces eran el temido imperio otomano y los únicos que les plantaban cara en aquellos tiempos. Pero los otomanos andaban también a hostias contra los persas, otros de cuidado en eso de zurrarse, por lo que ambos imperios optaron por darse una tregua y dedicarse cada cual a sus guerras.

Entretenidos andaban peleando a diestro y siniestro cuando apareció Martin Lutero, monje alemán que impulsó la Reforma protestante contra el Papa y los atropellos que lideraba la iglesia católica con la Santa Inquisición. Nueva algarabía a la que se sumaron nobles y gobernantes alemanes viendo la oportunidad de sacudirse, de una tacada, el dominio del Papa y el de los insidiosos españoles. La respuesta de la Iglesia Católica fue la Contrarreforma, una cadena de guerras disfrazadas de religiosas y conocida como “La guerra de los Treinta Años” que finalizó en 1648, con la paz de Westfalia y punto final al dominio hispánico en Europa.

Aquí en España, la Contrarreforma fue tremenda, mientras el territorio se llenaba de nuevas órdenes religiosas, carmelitas, jesuitas, franciscanos, capuchinos, ursulitas…, la Santa Inquisición aprovechó para arrasar con el movimiento intelectual, humanista y progresista que por entonces era mayormente eclesiástico y el sector más reaccionario de la Iglesia sumergió a la hispanidad en una época oscura, de atraso, ignorancia, sumisión, barbaridades y fanatismo religioso mientras Europa se modernizaba iluminada por la ciencia, el conocimiento, las libertades y una nueva y efciente economía de crédito e inversión bursátil.

Carlos I y V, decidió jubilarse de guerrear y derrochar riqueza, acabando retirado en un convento y dejando el trono alemán a su hermano Fernando y el español a su hijo Felipe II, ”El Prudente”, un tipo autoritario, fanático y más déspota que su padre que pilló la corona en 1556 y reinó también en Inglaterra e Irlanda, por real braguetazo con María I, costumbres de la época para repartirse reinos y territorios con súbditos incluidos. Felipe siguió la tradición de guerrear como si no hubiese un mañana y acumuló territorios en todos los continentes conocidos así como cargos ilustres para su personaje: Rey de España, Nápoles, Inglaterra, Irlanda, Países Bajos, Portugal, Sicilia y las Indias, además de duque de Borgoña, y seguro que me dejo alguno.

Tanto reino que atender, tanta guerra que sofocar no daba para dedicarse a lo de unificar territorial y políticamente todos los reinos de las Españas. Castilla y la Corona de Aragón siguieron siendo entidades autónomas incluso tras la llegada de los Borbones con la victoria de Felipe V en la Guerra de Sucesión y la publicación, entre 1707 y 1716, de los decretos de Nueva Planta.

La firma del Duque de Anjou, el primer rey Borbón, en 1700, nunca incluyó la palabra “España”, como tampoco se incluía en las anteriores de los reyes de la casa de Austria o la de los Reyes Católicos. Se titulaba monarca de 24 reinos, entre los que se encontraban Castilla y Aragón y otros que se habían ido incorporando a esas dos coronas con mayor o menor autonomía: León, Navarra, Granada, Toledo, Valencia, Galicia, Mallorca, Menorca, Sevilla, Córdoba, Murcia, Jaén, Canarias, Algeciras y, también, los territorios de Córcega, Cerdeña y las Dos Sicilias, formado por la isla y por Nápoles, incluyendo además, la lista de títulos nobiliarios como el condado de Barcelona y los señoríos de Vizcaya y de Molina.

Entonces llegó el enorme pifostio que montaron los reyes en aquella Europa y que fue conocido la guerra de Sucesión, un conflicto internacional que aquí se tiñó de guerra civil y en el que la Corona de Castilla y Navarra apostaron por el candidato borbónico, mientras la mayor parte de la Corona de Aragón, especialmente por el temor de la burguesía y la nobleza a perder sus enormes privilegios económicos, apostaba por el candidato austríaco.

En 1711 el archiduque Carlos fue elegido emperador del Sacro Imperio y las potencias europeas. Temiendo el excesivo poder de los Habsburgo, los borbones retiraron tropas y firmaron el Tratado de Utrech, por el que España perdía sus posesiones en Europa y conservaba, junto a todas sus colonias de ultramar, los territorios tras de los Pirineos, a excepción Gibraltar y Menorca, que pasaron a manos de Gran Bretaña. Felipe V fue reconocido como legítimo rey de España por todos los países, con excepción del ya emperador Carlos, que seguía reclamando el trono español.

Los Decretos de Nueva Planta, el de 1707 para Aragón y Valencia, el de 1715 para Mallorca y el de 1716 para Cataluña, impusieron el modelo jurídico, político y administrativo castellano en los territorios. Por la fidelidad al nuevo rey durante la Guerra de Sucesión, solo las provincias Vascongadas y Navarra, así como el Valle de Arán, conservaron sus fueros e instituciones forales tradicionales. El Estado quedó organizado en provincias gobernadas por un Capitán General, una Audiencia y una Intendencia para la administración financiera. Para el gobierno central se crearon las secretarías de Estado, antecesoras de los actuales ministerios, cuyos cargos eran ocupados por funcionarios nombrados por el rey.

Con gran descontento y no poco agravio de catalanes y vascos que no han encontrado nunca el encaje deseado, España quedaba así territorial y políticamente integrada. Pero el gran imperio español ya no era lo que fue y nunca más lo sería. Seguiría perdiendo plumas hasta quedarse, en la actualidad, con Ceuta, Melilla y las Islas Canarias como únicas posesiones de aquel vasto territorio mundial que dominó con mano de hierro y escaso tacto.

Así, España, integrando a los distintos reinos, política y territorialmente unida, tiene poco más de 300 años de historia y, del gran imperio que fue, tan manoseado por el franquismo que se lo apropió para su relato de mentiras, quedó poco por no decir nada. Por eso Catalunya, traicionada y mutilada por los Borbones, sigue celebrando su diada nacional el 11 de septiembre, día de la derrota en aquel 1714.

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